LA COTIDIANIDAD DE LO MARAVILLOSO
El reloj marcada las 10 p.m. Lo supe porque siempre te levantas por agua a esa hora. Hoy no fue la excepción.
Quedé en la alcoba tirado sobre la cama, con la vista perdida en el techo, y cuando te escuchaba llegar te vi. No solo te vi, te miré; te admiré, te contemplé y me sentí muy feliz. Nunca antes una de mis camisas le había quedado a alguien tan bien, ¡y llevas mi favorita! Me encanta saber que, lo único que roza tu piel ahora es ese trapo viejo mío. Con el cabello sobre los hombros, algo despeinado. Cuando sentiste el peso de mi mirada sobre tu hermosura, levantaste tu rostro y me regalaste una cómplice sonrisa.
Tus piernas doradas ahora caminan hacia mí. Callé. Y, no es solo porque me dejaras sin palabras, es que sabía que no era momento para hablar.
Comenzaste a acercarte a mí, y poco a poco te iba definiendo a través de la noche dentro del cuarto, y sin importar qué, tus ojos no dejaban de brillar, acompañados de esa pícara sonrisa. Cada vez más cerca de mi boca.
Sentí tu calor y explotó mi alma. Ya no hay cama, ni paredes, no hay más alcoba. Los labios comienzan a jugar, a buscarse y atraparse, empujando suavemente la legua hasta los dientes. Se prolonga tu calor en mis labios. Entonces, mis manos se hunden en tu cabello. Estamos flotando en un espacio sin nombre, pero todo nuestro, listo para deshacernos y reinventarnos, para llamarnos con las manos y colgarnos de la inmensidad de la noche y dormirnos en nuestro calor. Acaricio tus formas con mis manos, puedo agarrar cada respiro tuyo para mí. Tus labios se sienten húmedos y tibios, y tu piel, suave, como la rosa con que te acaricié la noche aquella.
Tus labios se funden con los míos y ahora son un solo juego, una sola boca, un solo corazón, que entre agitadas respiraciones solo susurra <<te amo>>
Un Acosta.
